viernes, 15 de enero de 2016

Actividad voluntaria. Cuento folclórico.

Érase una vez, en un reino muy muy lejano vivía una familia humilde en mitad de un bosque encantado.

El padre, como cabeza de familia, luchaba por mantener a su mujer e hija queridas. Era fuerte, alto, esbelto, apuesto y tan moreno como el carbón. Trabajaba como leñador y pasaba la mayor parte del tiempo fuera de casa.

La madre, se dedicaba por entero a criar a su preciosa hija que había salido a su imagen y semejanza. Era rubia, de ojos claros como el cielo, hermosa y muy risueña. La quería tanto que no se podía separar de ella en ningún momento.

Un día la desgracia llamó a la puerta de esta sencilla familia. La pequeña, a la que llamaban Princesa, cayó enferma.

Harta de llorar la inminente muerte de su preciada hija, la madre tomó una decisión: iría a ver al brujo que decían que gobernada aquellos bosques y conseguiría salvar la vida de su hija a cualquier precio.

La madre, saliendo a escondidas de la casa para que su marido no notase su ausencia, ya que este odiaba todo lo relacionado con la brujería, huyó al bosque intentando encontrar al famoso brujo. Transcurrió una noche entera sin éxito alguno y, con los primeros destellos del alba, la madre, desconsolada, rompió a llorar. Justo en el instante en el que su primera lágrima rozó el suelo hubo una gran explosión de luz y de color. Cuando empezó a disiparse, la madre consiguió vislumbrar algo entre las sombras. Apareció un brujo, más hermoso que ningún otro hombre sobre la faz de la tierra, que dijo:

-                   - ¿Por qué osas molestarme con tu llanto desesperado?
-                   - Necesito ayuda urgente. – Le contestó la madre sin aliento.
-                  -  Cuéntame que te acontece y veré si mereces mi compasión. – respondió aburrido.

Rápidamente y entre sollozos le explicó su situación y el brujo, con desgana, le dijo que la ayudaría con una condición: la mujer tendría que dar su vida por la de su hija. Esta aceptó sin dudarlo pero antes de morir le pidió un último favor, que le entregara una carta a su hija cuando ya fuese adulta.

El brujo intrigado por ese acto de amor puro, fue hacia la casa de la humilde familia para ver quién era la persona a la que acababa de salvar. Y tal fue su sorpresa que se enamoró profundamente de la adorable niña.

Entre tanto, el padre, contento por la repentina recuperación de su hija estaba a su vez preocupado por la desaparición de su mujer. Pasaron días, meses, años, y ella seguía sin volver. El dolor que sentía era tan grande, que no pudo hacer otra cosa que pagarlo con su hija culpándola por todo.

Princesa, tras intentar ignorar los comentarios de su padre en numerosas ocasiones, dado que le quería mucho y no le guardaba ningún rencor, un día, cansada de sus abusos e insultos decidió marcharse. Se llevó consigo tres objetos de su madre que había encontrado por casualidad: unos pendientes tan brillantes como las estrellas, un colgante tan dorado como el sol y una pulsera tan plateada como la luna; y uno que pertenecía a su padre: un horroroso abrigo de leñador, para resguardarse del invernal frio del bosque.

Este abrigo la tapaba por completo, de los pies a la cabeza, y no se podía discernir si lo que había debajo era un humano, un animal o un monstruo. Y, así vestida, salió de casa, sin mirar atrás, con gran pesar en el corazón pero también con una pequeña llama de esperanza que le decía que encontraría a su madre y todo volvería a la normalidad.

Tras lo que a ella le parecieron siglos vagando entre las profundidades del bosque, desesperada, sin comida ni bebida, al borde de la rendición, llena de barro y desprendiendo un hedor nauseabundo, se topó, de repente, con una magnifica casa en mitad del páramo más alejado del bosque encantado. 

Totalmente sorprendida y de nuevo esperanzada, traspasó las vallas abiertas de par en par, que rodeaban la mansión, y se encaminó hacia la puerta. Llamó con timidez al principio pero, al no recibir respuesta, sus golpes fueron incrementando volumen. Cuando estaba a punto de desistir, las puertas se abrieron, como habían hecho las vallas con su llegada, y consiguió vislumbrar una entrada oscura aunque exquisitamente decorada y, al fondo, un pasillo negro como la noche. Princesa, inocente como era ella, lo recorrió en busca de ayuda y al final del mismo se encontró con un hombre, más hermoso que ningún otro hombre sobre la faz de la tierra, de ojos grises como la luna y pelo más negro que el carbón. Era tan perfecto que el simple contacto visual la intimidaba. Se quedó sin habla, observándole del mismo modo en el que él lo hacía, rodeados por un profundo silencio. Después de unos instantes él dijo:
-    ¿Quién eres y por qué osas irrumpir en mi propiedad?
-      No soy nadie –contestó ella con voz titubeante– pero necesito ayuda.
-      Mmm, no hace mucho una mujer también se presentó ante mi pidiendo ayuda. Empiezo a                   cansarme de vosotros, humanos. ¿No sabéis que no debéis perturbar a un poderoso brujo? –dijo           con enfado– Espera un momento –la miró con más atención– ¿Qué eres? Descúbrete para que              pueda verte.
-       No es necesario que conozcas mi rostro –dijo Princesa con miedo– No obstante, si me ayudas              y me acoges te compensaré, puedo pagarte, te lo garantizo.

El brujo, intrigado, accedió a ayudarla para descubrir que se escondía bajo ese abrigo putrefacto. Le dijo que aparte de lo que le fuese a pagar, tendría que trabajar en la cocina con sus demás sirvientes. 
Ese ser poco iba a poseer de valor, pensaba el brujo, sin embargo, cualquier ayuda sería bienvenida.

Así pasaron los días, las semanas, los meses, los años, y Princesa y el brujo comenzaron a verse diariamente. Vivía contenta en aquella mansión con los demás criados. Es cierto que tenía que realizar labores, y sin duda eran cansadas, pero no le costaba cumplirlas. Los momentos que pasaba con el brujo le hacían olvidar todo lo demás, eran lo mejor del día. Él se interesaba por ella. Le preguntaba cosas acerca de su vida y, aunque ella contestase siempre con evasivas, él nunca se cansaba de repetir una y otra vez las mismas preguntas. Los dos estaban encantados con la mutua compañía que se hacían y se olvidaron de sus preocupaciones.

Un día, Princesa, emocionada porque llegaba la hora en la que el brujo iba a verla, estaba recogiendo sus aposentos, cuando encontró las joyas de su madre y recordó el cometido que la había llevado hasta allí. Así pues, decidió que ese sería el día en el que hablaría con el brujo para ver si sabía algo acerca de su madre, dado que este era muy poderoso, y que le compensaría con las joyas, única cosa de valor que poseía.



Cuando el brujo llegó, ella intentó abordar el tema de manera disimulada. Comenzó preguntando por una mujer rubia, muy bella y muy buena que vivía también en el bosque encantado. El brujo contestaba a sus preguntas de manera seca y desganada, sin pensar siquiera en lo que estaba respondiendo. Había conocido a tanta gente a lo largo de su vida que intentar recordar a una mujer le parecía una pérdida de tiempo absoluta. Princesa pensó que sería conveniente darle las joyas en ese momento como aliciente porque, si no, no parecía que fuese a resolverle muchas dudas. Así fue como, en cuanto el maravilloso hombre las vio, se le descompuso la agradable expresión que siempre mantenía cuando hablaba con ella y empezó a alejarse.

La muchacha se quedó estupefacta por el cambio tan repentino de actitud. Intentó pararle, decirle que estaba desesperada, que necesitaba resolver el misterio que perseguía. Pero el hombre no escuchaba y no escuchó hasta que mencionó que esa mujer por la que preguntaba era su madre. En ese momento se quedó totalmente petrificado, se giró lentamente, le sostuvo la mirada desafiante y la alentó a continuar hablando.

Ella le contó su historia, su vida, los problemas que había tenido con su padre, el porqué de su huida. Le contó lo que sabía de su madre, que había desaparecido cuando ella había caído enferma de pequeña y el brujo supo perfectamente quién era ella. Supo quién era desde el momento en el que Princesa le había enseñado las joyas, las reconoció al instante. Y, también, supo que la quería y que esa curiosidad por descubrir sus orígenes simplemente había sido su instinto confirmándole lo que ya sospechaba.

A partir de ese momento el brujo se empezó a distanciar. Dejó de ir a verla y ella no entendía por qué. Los días pasaron y Princesa intentaba acercarse a él en los momentos en los que coincidían, que cada vez eran menos, pero el brujo la seguía evitando porque no podía soportar la idea de perderla. Si llegaba a descubrir que él fue el causante de la muerte de su madre no le perdonaría nunca, pero tampoco quería seguir mintiéndole.

Una vez que la situación se hizo insostenible el brujo, armándose de valor, decidió confesar la verdad. La mandó llamar y la llevó a sus habitaciones. Princesa se sentía confusa y a la vez asustada porque el brujo jamás la había llamado, siempre era él el que iba a buscarla, pero también se sentía aliviada porque al fin iba a pasar un rato a solas con él.

La muchacha, ya sentada en uno de los cómodos e impresionantes sillones, se dispuso a escuchar lo que tenía que decirle. El brujo parecía nervioso. Nunca le había visto así. Sin pronunciar palabra, el brujo saco de un cofre polvoriento un sobre que parecía tener muchos años y se lo entregó. Princesa no sabía que era pero manteniéndole la mirada lo cogió y abrió la carta. Dicha carta decía así:
               
                  Querida Princesa:

Posiblemente me hayas estado buscando durante mucho tiempo. Me fui sin previo aviso, desapareciendo de la noche a la mañana, y he escrito estas líneas para explicarte por qué. Como ya sabrás, siendo pequeña caíste muy enferma y tu padre y yo, desesperados, no sabíamos cómo solucionar esa situación. Pasaban los días y tú, mi pobre niña, no mejorabas. Dada nuestra situación económica tampoco pudimos permitirnos un médico. Al final no me quedó más remedio que salir, en contra de los deseos de tu padre, a buscar al temido brujo que gobierna los bosques en los que habitamos. Él me encontró cuando yo ya me había dado por vencida. Le expliqué lo que nos acontecía y me dijo que podría ayudarnos pero, a cambio, tuve que dar mi vida por la tuya. Te quiero tanto que no lo dudé ni por un instante y lo volvería a hacer una y otra vez. Es el brujo el que tiene esta carta porque le pedí que te la entregara cuando fueses lo suficientemente adulta como para entender mi decisión. No quiero que te entristezcas por mi muerte ya que siempre estaré a tu lado velando por ti. Tienes que continuar con tu vida y ser feliz. Espero que tú y tu padre estéis tan bien como os dejé. Cuida de él, es un buen hombre.
Te quiere y siempre te querrá
Tu madre

Atónita y con lágrimas en los ojos por lo que acababa de leer Princesa se puso en pie y se dirigió con paso firme a su habitación. No sabía qué pensar, no sabía cómo actuar ni cómo sentirse. Había resuelto por fin el misterio pero no con el resultado esperado. Por otra parte, el brujo la respetó y no la molestó durante los días siguientes, hasta que por fin ella salió de sus aposentos.

A la hora de la comida, ella, ya despojada del espantoso abrigo y hermosa como nunca, adornada con las joyas de su madre, le dijo que lo entendía. Le perdonaba. Era sangre por sangre, explicó él, no podría haber sido de otra forma.
Sin ningún miedo ni duda le declaró al brujo lo que sentía por él con tanta suerte que Princesa recibió la misma confesión. Su amor era correspondido desde hacía mucho tiempo.

Así pues, ambos, juntos y enamorados, se encaminaron a su antiguo hogar con el propósito de enseñarle la carta al padre de Princesa. Su padre al verla entrar por la puerta se echó a llorar de alegría porque pensaba que la había perdido a ella también. Una vez leída la carta le dijo que sentía como se había comportado y que por favor no le volviese a abandonar. No podría volver a soportarlo. Y así, los tres juntos, vivieron felices en la mansión del brujo por siempre jamás. 

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